La vida es un camino lleno de puertas. Grandes, chiquitas,
llenas de comején, vetustas y corroídas, en ocasiones víctimas del viento y preámbulo
de sorpresas, agradables y desagradables.
Pero todas tiene algo en común: marcan puntos importantes,
donde comienzan o terminan historias.
Mis puertas están vinculadas a las personas que me rodean,
más que a logros personales. Los que se van, los que llegan, los que de un
tirón caen en latitudes distantes, los que vuelven a convertirse en tierra, y
las que crecen y guardan en su interior promisoras anécdotas.
Prefiero las que huelen a perfume, las que dejan rendijas y
nunca se cierran, aquellas que siempre se abren y me reciben con cariño, las
que se ríen cuando llego, que me cuentan historias y comparten conmigo sus
viajes, las que me ayudan a crecer y caminan conmigo, que me empujan a caminar,
y por qué no, las que desconozco.
Pero las malas, las que se deshacen en mis manos, las que
desde lo lejos se deterioran y se cierran, esas también son importantes, porque
no sería lo que soy hoy, en la actualidad y lo que seré en el futuro, sin todas
mis puertas.
La vida es un camino lleno de puertas, buenas y malas, pero
puertas al fin y al cabo.