Para mi mamá los huevos son intocables.
Ella dice que son como el Zorro: llegan a la hora indicada,
justo antes del suicidio familiar.
Lo que más le gusta es su versatilidad: frito, revuelto,
hervido; incluso, varios de ellos juntos, en tortilla y con salsa china, se
asemejan a un bistec de carne de res…
Pedir uno para hacer un dulce o para merendar (entiéndase
comerse un huevo fuera del almuerzo o la comida de la noche) es casi
enfrentarse a un proceso burocrático.
Comienza el cálculo de los días que restan para terminar el
mes, la disponibilidad en el mercado, estudiar a “profundidad” el cronograma de
llegada de productos cárnicos a la carnicería, y al final, casi siempre es
mayor el daño psicológico a padecer la necesidad de no tener huevo que el deseo
de comerlo.
A veces pienso que ella desea coleccionarlos, que va a
confeccionar una libreta de abastecimientos familiares para normar el consumo
de huevos por personas, o peor, que necesita, como las gallinas, tener siempre
uno el refrigerador…
Nada, que los huevos son, definitivamente, los intocables. /jrlv
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